domingo, 9 de febrero de 2014

Nazis y atlantes en los Andes





Enrique se removió un tanto incómodo en la silla e hizo girar varias veces la taza de capuchino mientras rumiaba la respuesta. Miró por la ventana y pareció fijarse durante unos segundos en la anciana potosina que demandaba limosna al otro lado de la calle, en la esquina de Calacoto donde se encuentra el Café Vainilla, en el sur de La Paz. Bebió un sorbo de la taza y finalmente habló. “No creo que la tumba que te mencionó el periodista de Sucre sea la de Kiss. Si, tal y como parece, él volvió después de 1948 a Bolivia y continuó sus investigaciones desde el refugio que ofreció Sudamérica a tantos nazis al acabar la guerra, seguramente su paradero final esté mucho más cerca, aquí en La Paz, quizá en algún poblacho perdido de Cochabamba o incluso en el propio pueblo de Tiahuanaco, a pocos kilómetros de las ruinas. Por lo que sé, la comunidad alemana siempre prefirió evitar este tema… sin duda porque tendría algunas cosas que decir al respecto”.

                                                                                 Edmund Kiss

“En todo caso –agregó mirando de nuevo hacia la mendiga, que hacía gestos airados cuando los transeúntes la ignoraban-, reitero lo que te comenté antes. La clave del misterio del  ‘poeta de la Atlántida’, la tienes que buscar en los lugares históricos relacionados con Tiahuanaco y quienes te pueden dar razón de ella, además de algún que otro alemán, son también quienes se convirtieron en aquel entonces en compañeros de secreto de Kiss: sus amigos los jesuitas”. Enrique apuró su café e hizo un gesto de desdeño a mi intención de pagar la cuenta. “Te diré otra cosa. Las redes de los descendientes de los alemanes en Bolivia son muy tupidas, casi imposibles de atravesar, como ocurre en Chile, Argentina o Brasil. Pero no dejes la pista. Edmund Kiss no estaba tan loco como la ciencia oficial quiso hacer creer al terminar la guerra”. 

                                                                     Hans Hörbiger
 
 “Sus teorías iniciales –continuó, mientras abandonábamos el café y nos dirigíamos hacia la calle Montenegro-, que trataban de demostrar la desmesura del científico loco de los nazis, Hörbiger, y su cosmogonía glacial, con sus sandeces sobre las cuatro lunas impactando en tiempos antediluvianos contra este planeta y causando cataclismos capaces de borrar civilizaciones enteras, esas teorías, te digo, evolucionaron hacia hipótesis mucho más concretas… y humanas. Al tiempo que reducía las escalofriantes fechas de centenares de miles de años que al principio atribuyó a Tiahuanaco y los ciclópeos restos de Puma Punku, sus indagaciones se centraron en los posibles contactos entre los dos continentes en épocas remotas, pero no tan disparatadas como las propuestas por Hörbiger, el autor de la teoría de la tierra hueca". 



"Cuando -agregó Enrique- Edmund Kiss planteó la expedición de 1939 a Tiahuanaco y los Andes bolivianos, frustrada como sabes por la guerra, él jugaba con  un descubrimiento que no reveló a la cúpula de la Ahnenerbe nazi y que sólo conocían Himmler y Wolfram Sievers. Sólo podemos hacer conjeturas sobre ese hallazgo a partir de los rumores que en los años cincuenta circularon sobre la suerte del endemoniado arquitecto y escritor. Kiss había descubierto algo muy concreto en algún lugar de las inmensas montañas que se desploman desde el sureste del lago Titicaca sobre la Amazonía boliviana y el inquietante Llano de Moxos… Se dice que encontró una gruta y pruebas, indicios que demostraban un escalofriante origen para Puma Punku y Tiahuanaco. Recuerda –me insistió-, los jesuitas. Los jesuitas tienen la llave del misterio de la desaparición de Kiss y de lo que encontró en los cerros”.



Así terminó mi conversación con Enrique, un boliviano de origen alemán buen conocedor de la historia y arqueología de su país. Enrique, por supuesto, no es su nombre real, pero la tupida tela de araña que aún cubre determinados círculos de poder en Bolivia, además de las implicaciones que tiene su revelación (tampoco puedo contar todo lo que me relató), aconsejan ese silencio.

A pesar de que mis pesquisas sobre esa búsqueda mítica que emprendió el nazismo en muchos lugares del mundo se remontan a más de dos décadas, nunca antes de llegar a Bolivia había oído hablar de Edmund Kiss. Sabía de la masiva llegada de nazis a Sudamérica desde la Europa humeante aún por el desastre de la contienda ayudados por las numerosas colonias y las organizaciones alemanas que había en el subcontinente. En Uruguay pude seguir la pista del “ángel de la muerte” Mengele, quien se casó en ese país. Rastreé la pista de Martin Bormann, la “ballena blanca” de los nazis huidos y secretario personal de Hitler, y encontré sus trazos en Paraguay y también aquí, en Bolivia. Versiones un tanto manipuladas apuntan incluso al propio Führer en Bariloche, Argentina, y también en Brasil… fantasmas en la niebla todos ellos.



                                                                        pibillwarner.wordpress.com





Sin embargo, el caso de Kiss parecía distinto, a pesar de que su nombre ha sido borrado una y otra vez de la historia de la arqueología boliviana y de que hoy día su figura sigue sumida en el misterio. Quedan sus extraños libros, incluido aquél tan revelador en algunos aspectos y confuso en otros. Me refiero a “Das Sonnetor von Tiahuanaku und Hörbigers Welteislehre” (“La Puerta del Sol de Tiahuanacu y la Doctrina del Hielo Universal de Horbiger”), publicado en 1937. Sus novelas de ciencia ficción, en las que también desveló de forma literaria algunas de sus teorías, hoy día han quedado en el olvido, aunque en los años treinta le abrieron camino hacia el propio Reichsführer de las SS, Heinrich Himmler, el jefe de los “brujos” de Hitler…



Edmund Kiss nació en Alemania en 1886. Participó en la Primera Guerra Mundial, donde recibió dos cruces de hierro, una de ellas de primera clase. Héroe militar, arquitecto y novelista con éxito, Kiss comenzó a interesarse por la arqueología, aunque no parece que obtuviera una formación ortodoxa en la materia. Se consideró un seguidor juramentado de Hans Hörbiger y de su Cosmogonía Glacial, que, como me había explicado Enrique, resumía la historia de la humanidad en una serie de grandes y desconocidas civilizaciones que fueron arrasadas por terribles catástrofes naturales y dramáticos cambios climáticos por la conflagración entre el hielo y el fuego. Para Kiss, Tiahuanaco pudo ser una de esas civilizaciones que tuvieron que driblar con los cataclismos y quizá sobrevivirlos, como ocurrió en la isla de Pascua y otros grandes núcleos de cultura megalítica cuyos restos pueden ser encontrados a lo largo y ancho de todo el planeta. Recientemente, por ejemplo, se han descubierto gigantescos sistemas megalíticos en la región rusa de Shoria, con bastiones aparentemente tallados en piedra cuyo peso en algunos casos sobrepasa las mil toneladas y los 40 metros de altura. Las primeras investigaciones apuntan a una edad de 100.000 años, un dato totalmente disparatado si se intenta encajar en la arqueología y la historia ortodoxas.

 

El mayor experto en Tiahuanaco en esos años veinte era, sin duda, Arthur Posnansky, de quien os he hablado en una anterior entrada de esta bitácora. Kiss se puso en contacto con Posnansky y decidió comprobar en persona la Cosmogonía Glacial del loco Hörbiger en el Altiplano boliviano. Tras encontrarse con el padre de la arqueología tiawanacota en un viaje que hizo Posnansky a Alemania en 1926, Edmund Kiss viajó por fin a Bolivia en 1928, con los 20.000 marcos que había ganado en un concurso literario. Años después, todavía era recordada en La Paz su rotunda figura de un metro noventa de altura y más de cien kilogramos de peso, con su severo mostacho y su sombrero de ala ancha, paseando por la Avenida Montes hacia el Bulevar 16 de Julio, hoy El Prado. Entonces La Paz era una ciudad con numerosas casonas señoriales y corralas de techado de teja, con algunos caminos empedrados y muchos más de tierra apisonada que se convertían en un lodazal en época de lluvias.

Con el privilegio de las explicaciones de Posnansky, Kiss se convirtió en un visitante asiduo de Tiahuanaco, pero también tuvo oportunidad de perderse en las extensiones del Altiplano y de seguir algunos de aquellos caminos de piedra que la tradición atribuía a los incas. Con su desbordada inteligencia y conocimientos arquitectónicos, comenzó a descubrir otros patrones arqueológicos en esas sendas y muros, que apuntaban a épocas anteriores y que casaban con los trazos pétreos de Tiahuanaco. 



Por las tardes, un caminante que paseara junto a la casa de Posnansky en Miraflores podía oír largas diatribas en alemán entre el arqueólogo anfitrión y el arquitecto. Kiss insistía en la necesidad de emprender una amplia y exhaustiva campaña de excavaciones en Tiahuanaco y las aldeas cercanas, pues, como ya había advertido Posnansky, lo que el subsuelo escondía podría encender una luz sobre el origen real de la civilización tiahuanacota, por una parte, y también sobre la expansión por todo el continente de una cultura matriz hoy desaparecida y que tuvo como foco la cuenca del Titicaca. La “cuna del hombre americano”, como subtitulaba el propio Posnansky en su obra magna sobre Tiahuanaco.

En su libro principal sobre Tiahuanaco, Kiss señala que la Puerta del Sol es un antiquísimo calendario ideográfico encabezado por la divinidad Tarapacá o Ticci Viracocha, cuya fecha de inicio era el 21 de septiembre, con el equinoccio de primavera austral; insiste que en Puma Punku hubo un puerto y respalda la teoría de que el recinto del Kalasasaya fue un observatorio astronómico complementado por la pirámide de Akapana. También describe un lugar especial, que denominó “el mausoleo”, en el cual habrían sido enterrados los máximos dirigentes y los sumos sacerdotes tiahuanacotas.








Kiss asimismo realizó un intenso trabajo geológico que le permitió afirmar que había encontrado las huellas de esa gran hecatombe planetaria en los contrafuertes de los Andes, la cuenca del Titicaca y los salares del oeste, hasta el desierto de Atacama. El arquitecto no tenía duda de que, si alguna vez existió la Atlántida, los yacimientos bolivianos fueron en algún momento parte de esa civilización. Al hundimiento de ese imperio, según Kiss, se sucedieron grandes movimientos migratorios de los supervivientes, que acabaron poblando y civilizando lugares tan remotos como Tiahuanaco, Egipto o Sumer. Precisamente, sobre la supuesta, y dudosa, llegada de los atlantes al altiplano andino Kiss escribió una de sus novelas más famosas, “La última reina de la Atlántida”, donde se reflejaba ya el racismo predominante en la sociedad alemana.



Tras este periodo en Bolivia, Edmund Kiss retornó a Alemania para difundir, mediante novelas y algunos ensayos, todas las hipótesis a las que había llegado en el país andino. Las principales revistas nazis recogieron su trabajo y su éxito pronto le llevó a los círculos más poderosos del Partido Nacionalsocialista. El propio Himmler eligió  La puerta del sol de Tiwanaku”, en una encuadernación especial en cuero, como regalo navideño para Hitler.

                                                                     Heinrich Himmler

 Sus tratos con Himmler y Wolfram Sievers, quien fuera director general de la Ahnenerbe (la Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana, encargada de demostrar la pureza racial aria con investigaciones y expediciones enviadas por todo el mundo), le permitieron a Kiss acceder al escalafón más alto de los científicos e historiadores “esotéricos” de la Alemania nazi . Este puesto privilegiado en el círculo interno de Himmler y como miembro destacado de la Ahnenerbe le permitió proponer la que debería haber sido la más importante expedición científica nazi, mayor incluso que la que dirigió en 1938 Ernst Schäfer en el Tibet. A fines de agosto de 1939 todo estaba preparado: una veintena de arqueólogos, biólogos, geólogos, meteorólogos, paleontólogos y otros especialistas formaban los cuadros científicos de la expedición, cuyo objetivo principal era Tiahuanaco, aunque con la misión de extender las exploraciones a la cuenca del Titicaca y los Andes. Había también submarinistas y pilotos de avión, cuya tarea era hacer prospecciones aéreas de la gran cordillera, desde Colombia hasta Bolivia, para encontrar las señales de los cataclismos y desastres naturales de Hörbiger. Otra meta de los pilotos era encontrar el destino final de los muchos “caminos incas” de piedra, que recorrían los Andes. La leyenda del misterioso Paititi, el enclave perdido en el que se habrían refugiado los incas que huían de los conquistadores españoles, fue también una de las obsesiones de Kiss en su etapa boliviana.



La expedición contaba además con cuantiosos fondos económicos. Sólo en salarios se habían reunido cerca de 100.000 marcos y se preveía contratar a centenares de asistentes y personal nativo sobre el terreno. Todo un gigantesco esfuerzo que se desmoronó y quedó sólo sobre el papel en septiembre de 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial.

Kiss, miembro de las SS, participó de forma activa en el conflicto. Fue el comandante de una batería de cañones antitanque que le llevó a servir en Noruega y Polonia. Poco antes de que terminara la guerra, asumió el mando de las fuerzas de defensa de las SS en la “Guarida del Lobo”, la Führerhauptquartier Wolfsschanze, en Prusia Oriental. Ese fue su último destino militar. La derrota nazi en la guerra y su captura le llevarían a los campos de prisioneros de Dachau y Darmstadt. A pesar de sus estrechos lazos con la nomenclatura nazi, Kiss no acabó en Nüremberg, y, tras un proceso de “desnazificación” (en el que renegó de la Cosmogonía Glacial de Hörbiger), fue puesto en libertad en 1948.



 “La fecha oficial de su muerte, según algunos autores, es 1960, pero lo cierto es que su destino tras su puesta en libertad es incierto”, me repitió Enrique. Caminábamos por la avenida Ballivián arriba, con una molesta lluvia que había desalojado las calles centrales de Calacoto de su habitualmente animada concurrencia. Antes de despedirnos, cuando llegamos a su auto aparcado junto a la iglesia de San Miguel, me recordó ese aspecto poco conocido de la misteriosa desaparición de Edmund Kiss. “Pocos saben que Kiss volvió a Sudamérica en otras ocasiones en los años treinta, hasta que su mayor implicación en la Ahnenerbe y los preparativos de la expedición boliviana se lo impidieron. Las pistas que encontró en el norte de Chile en su búsqueda de las huellas del cataclismo de Hörbiger le llevaron a sobrepasar los salares y a adentrarse en los valles y cordilleras bolivianas que se extienden entre Sucre y La Paz, con una obsesión especial en el departamento de Cochabamba. Allí conoció a un grupo de jesuitas que vivían apartados del resto del país. Y algo le contaron, que a su vez refirió a Himmler y Sievers, y que dio el espaldarazo definitivo para organizar la fallida expedición de Bolivia de 1939. En mi opinión, amigo, se trataba de los túneles, de los subterráneos y de todo lo que allí pudiera ocultarse, y cuya leyenda se extiende desde la isla Marajó, en la desembocadura del Amazonas, hasta el desierto de Atacama, y desde la Patagonia hasta las montañas del Ecuador”, concluyó Enrique.



Jesuitas, templos atlantes, nazis locos (o no tanto), un secreto vinculado a un extraño arquitecto, túneles insondables e indicios de una historia que podría no ser la que nos han contado… Mi investigación continúa y aquí os la iré contando.







domingo, 2 de febrero de 2014

El mago del Altiplano: la aventura incompleta de Arthur Posnansky en Tiahuanaco





 Arqueólogo, paleontólogo, ingeniero naval, cineasta, explorador, héroe de la guerra del Acre y el pionero que introdujo el automóvil en Bolivia, Arthur Posnansky (Viena, 1873-La Paz, 1946) es una de esas figuras que acaban por convertirse en mito pese a su voluntad. Algunos lo califican como un auténtico “Indiana Jones”, por su perfecta mezcla de hombre aventurero y científico. Cierro mejor filas con aquellos que lo definen como el prototipo del “espíritu renacentista”, por sus intereses multidisciplinares, cargados de la reflexión que sólo nace en la sabiduría, sin abandonar el pragmatismo del hombre de acción.



Hace un par de días asistí a la presentación en La Paz de la reedición en facsímil de parte de su obra magna, que versa sobre la herencia arqueológica más importante y misteriosa de Bolivia y, posiblemente, de Sudamérica. “Tihuanacu, cuna del hombre americano” es uno de los libros cumbre de la arqueología de este continente. Fue publicado originalmente en 1945, un año antes de la muerte de Posnansky, y consta de cuatro tomos, agrupados en dos volúmenes. A fines de noviembre del 2012, la curiosidad y dinamismo que caracterizaban esas primeras semanas tras mi llegada a Bolivia, estuve en la presentación de la reedición gracias a la esmerada labor del editor Carmelo Corzón del primero de estos volúmenes, con los libros I y II de la obra clave de Posnansky. Como señaló el director de Gobernabilidad de La Paz, Pedro Susz, ésta es "una obra clásica de la arqueología y una fuente de consulta indispensable".



Este segundo volumen (bilingüe inglés-español, como el original), que pude conseguir el viernes en este evento presidido por autoridades académicas, indígenas y municipales, entre ellas el alcalde de La Paz, Lucho Revilla, incluye los libros III y IV. Si los dos primeros libros del primer volumen se caracterizaban por una rigurosidad arqueológica sin parangón, con diagramas, fotografías y desplegables perfectos en su elaboración, en la nueva publicación se plasman, además de un intensivo examen de la cerámica tiahuanacota, algunas de las hipótesis históricas y también antropológicas que llevaron al enfrentamiento del innovador pensamiento de Posnansky con el anquilosado estamento científico de su época y de décadas posteriores. 




Ciertamente que algunas de las deducciones de Posnansky son de una más que complicada verificación, como la que retrasaba muchos miles de años (hasta quince milenios antes de Cristo) el nacimiento de la civilización tiahuanacota. Sin embargo, otras apuestas suyas, como la que le llevaba a situar (como señala el título de su obra) en ese remoto lugar del altiplano boliviano el nacimiento o cuanto menos el crisol de las principales civilizaciones sudamericanas (desde Ecuador a la isla amazónica de Marajó, pasando, claro, por Perú), son muy dignas de tener en cuenta y están siendo corroboradas por los últimos hallazgos en excavaciones realizadas, no sólo en el predio que actualmente ocupa el yacimiento de Tiahuanaco (se escribe también Tihuanacu o Tiwanaku), sino en una zona mucho más amplia que acaba en la orilla meridional del lago Titicaca y en varios yacimientos que alcanzan la ceja de selva de la Amazonía boliviana y las misteriosas y poco estudiadas montañas de Cochabamba. Hace unos meses, Eduardo Machicado, un joven arqueólogo boliviano que ha trabajado con varias expediciones internacionales (ninguna española, vaya por Dios), me hablaba de hasta cuatro colosos líticos similares a la llamada Puerta del Sol, el monumento más representativo de Tiahuanaco. Estas construcciones, que no han salido oficialmente a la luz y que no lo harán en los próximos años aún, podrían cambiar la historia de América y quizá del mundo. También darían la razón a algunas de las teorías más “controvertidas” de Posnansky, en concreto la que establece en la más remota antigüedad paleolítica el origen de Tiahuanaco.



La arqueología oficial sitúa la civilización de Tiahuanaco entre el 1580 a.C. y el 1200 de nuestra era, cuando se derrumbó en su más álgida etapa de esplendor. Entre el siglo XII y XIII después de Cristo, algo ocurrió en América, pues ese periodo marca el fin de otros pueblos que habían alcanzado un alto grado de desarrollo, desde Mesoamérica a las estribaciones andinas de Argentina. Desde los Andes, hasta la cuenca del Amazonas. Los arqueólogos e historiadores bolivianos insisten en identificar, con una buena parte de carga política y étnica de por medio,  a los actuales aymaras (etnia a la que pertenece el presidente Evo Morales) como los descendientes directos de los tihuanacotas, pero no era esa la opinión de Posnansky. El padre de la arqueología tiahuanacota creía en otra raza civilizatoria, que se extinguió en algún momento a causa de un terrible cataclismo o que quizá habría emigrado a alguna otra parte de América… o del planeta.



 Otros exploradores e investigadores, como Erland Nordenskiold ("The Copper and Bronze Ages in South America"), vieron el origen de Tiahuanaco en el viejo mundo, tras examinar las herramientas encontradas en el mágico valle donde yace esta civilización andina. Nordenskiold creía que había “una considerable similitud entre la técnica metalúrgica del Nuevo Mundo y la del Viejo Mundo durante la Edad de Bronce”. Ahí está el misterioso origen del estaño que emplearon los antiguos sumerios para fabricar el bronce, en aleación con el cobre. Algunos autores, autores malditos para la ciencia ortodoxa, localizan en las estribaciones andinas ese yacimiento gigantesco del estaño que desencadenó la civilización de Oriente Medio. Una de las acepciones etimológicas de la palabra Titicaca es precisamente “piedras de estaño”… 



Un gran lugar para investigar durante toda una vida, el lago Titicaca, donde se han encontrado artefactos y elementos líticos con inscripciones que algunos investigadores han identificado con petroglifos proto-sumerios. Por ejemplo, la llamada “fuente magna” y el monolito de Pokotia, conservados (e ignorados) en un pequeño museo de La Paz.  Ya hablaremos de ellos. El mayor problema de la ciencia y la historia actuales es cerrar los ojos ante las posibilidades, ante el potencial que se abre en descubrimientos que están ahí y que, al no encajar en lo establecido, son desechados sistemáticamente.

Descubrimientos como, por ejemplo, el hallazgo por parte de Arthur Posnansky de huesos de taxodonte, un mamífero que se extinguió en el 12.000 antes de nuestra era, junto a restos óseos humanos en el mismo estrato geológico.

Esa fecha de los 15.000 años antes de Cristo que Posnansky atribuía a Tiahuanaco (nuestro hombre trabajó sobre sus ruinas desde 1904 hasta 1945) no fue producto de una disparatada imaginación sino de elaborados cálculos astronómicos que le permitieron definir el ángulo en el que se encontraba el horizonte del emplazamiento en el momento de su construcción y que apuntaba claramente hacia esa remotísima fecha…  Para Posnansky, Tiahuanaco fue el mayor templo solar jamás construido, mucho más antiguo que Stonehenge y que cualquier otro recinto sagrado de Oriente Medio, incluidos los sumerios y los egipcios. 



Las cercanas ruinas de Puma Punku (la "Puerta del Puma"), a apenas quince minutos andando de Tiahuanaco, complican si cabe más la situación. Los cortes perfectos de los ciclópeos bloques de granito y andesita apuntan a una tecnología imposible para los años en los que debieron ser tallados y las herramientas supuestamente empleadas, dada la dureza de la roca y sus proporciones desmesuradas. 



Tras la destrucción de Puma Punku, también por un cataclismo sísmico o una gigantesca inundación,  los habitantes de la región no volvieron a tener esa tecnología e incluso hoy día parece muy difícil de repetir tamaña obra con las actuales máquinas de corte de piedra. No era en vano que los ancianos aymaras contaban a Posnansky que el nombre original de Puma Punku había sido "Winay Marca", es decir, "Ciudad Eterna".



Otro de los grandes misterios que Posnansky entrevió en Puma Punku y que aún no han conseguido ser desvelados, dado el escaso interés de los diferentes Gobiernos bolivianos por promover las campañas arqueológicas intensivas, es el de las supuestas grandes cámaras subterráneas y túneles que existirían bajo Puma Punku y el propio Tiahuanaco. Esas cavernas artificiales estarían aún allí y sólo una excavación bien costeada financieramente podría sacar a la luz los secretos que esconden. Este sistema de túneles ocultos bajo las descomunales construcciones, según el austriaco, formaría parte de una red mucho mayor que se extendería hasta las minas subterráneas y a cielo abierto de donde los tihuanacotas se habrían proveído del preciado estaño y de otros minerales.



En su exposición durante la presentación de esta reedición de la obra de Posnansky, el antropólogo boliviano Esteban Ticona recordó que Posnansky ya había señalado que no se podía llamar a América "el nuevo mundo" ni a Eurasia "el viejo". Según el arqueólogo y escritor austriaco-boliviano, Tiahuanaco tenía muchos más años que las civilizaciones de ese viejo mundo.



En un próximo escrito de esta bitácora contaré la relación de Posnansky con un individuo, el misterioso Edmund Kiss, que ha captado mi atención desde que llegué a Bolivia y cuyo destino estuvo unido a los planes del Nazismo en Sudamérica y en concreto al oculto poder que los "brujos" de Heinrich Himmler creían haber encontrado en el techo del mundo de los Andes bolivianos.





miércoles, 22 de enero de 2014

El jefe de la "Tribu"



A 3.300 metros de altura se hace más fácil hablar de los muertos, quizá porque el cielo está más cerca o tal vez porque en este rincón del mundo, en el sur de La Paz, el crepúsculo de lo mítico, de lo que ya es leyenda, se funde con el ocaso del día. Así, rodeado de collados y ásperas colinas apaches, tengo un recuerdo especial para Manu Leguineche, uno de los responsables de que yo me encuentre aquí, en el techo del mundo, tras haberme pateado durante muchos años un buen trecho de éste con la búsqueda de noticias como mejor aliciente.

Estos días ando preparando las clases que en breve daré en una universidad paceña. Sobre periodismo, claro. Y estuve barajando algunos de esos nombres que no deberían faltar en esas charlas a alumnos de primer curso, muchos de ellos puede que un tanto recelosos ante una profesión cada día más desprestigiada. Kapuscinski, Reed, Caputo, Chaves Nogales, Hemingway, Talese, Dos Passos, Blasco Ibáñez, Walsh, Capa, De la Quadra-Salcedo, Vázquez Figueroa, González Green, Talón, Romero, Meneses, Reverte, Pérez Reverte, Calaf, Lobo, Sarmiento, Pancorvo... y un montón más, todos ellos reporteros legendarios para mí, la mayor parte miembros de esa gran "tribu" de la que habló el gran Leguineche para referirse al puñado de guerreros, fanáticos y beodos de la pluma y la imagen que configuraron el reporterismo internacional del siglo XX.



Hoy ha muerto el gran Manu y, mientras se ocultaba el sol entre la agrietada piel del Altiplano, mi recuerdo se ha ido a ese muchacho, apenas adolescente, que se perdía en los archivadores de la biblioteca de Pacífico, en Madrid, mientras buscaba algún libro que lo arrancara de los estudios de ingeniería en los que, involuntariamente, se hallaba enfangado. Y uno de esos libros le asestó un mazazo, le noqueó y le ayudó a tomar una muy difícil decisión que le llevaría a enfrentarse a su padre, una excelente persona que siempre quiso que su primogénito lograra el reto que él, por razones económicas, nunca pudo alcanzar: convertirse en ingeniero de telecomunicaciones, algo casi impensable para muchos jóvenes obreros de los años cincuenta y sesenta.




El libro, en una sobada edición de Argos Vergara, era "El camino más corto" (1978), en el que Leguineche narraba una vuelta al mundo casi mágica, con medios precarios y con mucha pasión, pero sobre todo con ese espíritu de observador que jamás dejaría al que fue el jefe de esa tribu y uno de los grandes protagonistas del reporterismo de conflictos español. Con la pluma de Leguineche conocí la que fue la última gran guerra de ese oficio de reportero, la de Vietnam, e intuí la decadencia de ese mismo oficio en las muchas que siguieron. Aún así, fue suficiente para cargarme de ese amor a la profesión que me llevó, en aquella antediluviana primavera de 1985 a dejar sin terminar el primer curso de ingeniero técnico de telecomunicaciones, defraudar a mi señor padre y lanzarme a la aventura del periodismo, ardua senda preñada de sinsabores, pero también cargada con todo lo mejor que me ha traído esta vida. Aventura que me ha permitido conocer a las personas más importantes para mí en ese camino y también a las más miserables, cuyos nombres, vaya por Dios, ya casi he olvidado.



Años después seguí los pasos de Manu en lugares cercanos y en otros más remotos, y me regocijé en la vida de algunos de los grandes tipos que plasmó en papel, como el insuperable explorador Wilfred Thesiger. Hace unas semanas, gracias a la amabilidad del gran periodista boliviano "Gato" Salazar, por fin pude leer "El precio del paraíso", en el que el periodista y escritor relataba la historia de Antonio García Barón, un épico personaje que sobrevivió al campo de concentración de Mauthausen y acabó en las selvas de la Amazonía boliviana.




García Barón falleció hace pocos años y ya no podré buscarle en ese afluente del río Beni en el que creó su propia república. Sin embargo, estoy seguro de que podría encontrar su leyenda en alguna de las comunidades indígenas con las que vivió sus últimos años. Quizá en esas frondas del Quiquibey pueda encontrar también los trazos míticos de Leguineche, el jefe de la tribu. Si no, lo buscaré, otro día de estos, tomando un güiscacho mientras resguarda su timidez bajo un elegante sombrero panamá, en uno de los ajados sillones de su Hotel Nirvana, donde quiera que este mítico lugar se encuentre. 


(Crédito foto: Paula Montávez)

miércoles, 1 de enero de 2014

En busca de los mitos de la Amazonía boliviana





Existe otro Amazonas y se encuentra en Bolivia, en Pando. Un Amazonas virgen, al margen de las rutas turísticas y, sin embargo, poseedor de los mayores atractivos del ecosistema tropical. Un Amazonas plagado de leyendas, apenas poblado, sino por un puñado de gente forjada en la lucha contra una naturaleza inmisericorde y dotada de una hospitalidad inmensa.

El reportaje que incluyo en este post lo publicamos Gabriel Barceló y yo en el diario boliviano La Razón, tras el viaje que realizamos en septiembre de 2013 por la Amazonía boliviana, en concreto por el departamento de Pando.

Con muy pocos medios y equipaje, entre ellos las crónicas de algunos de los primeros exploradores de esos parajes, y con el objetivo de descubrir una tierra mítica en el norte de Bolivia, partimos rumbo a Cobija, la primera parada en la ruta de selva y misterio en Pando. Queríamos desbaratar esa imagen de Bolivia, de un territorio montañoso, cuando en realidad, la mayor parte de sus tierras se encuentra bajo el señorío de la jungla y la sabana. 

  Deseábamos también compartir las impresiones y conocimientos de algunas de las comunidades indígenas que habríamos de encontrar en nuestro camino, su manera de entender el mundo y la forma de afrontarlo, muchas veces de la mano de un misticismo y una comprensión mágica de los que en nuestra civilización “moderna” nos hemos olvidado. A lo largo del camino, tuve muchas oportunidades de recordar a Bruce Chatwin y su libro Los trazos de la canción. Viajero en otras latitudes, el escritor describe cómo los indígenas australianos hacían uso de canciones para recordar lugares y sus características, si había o no agua, si existía tal o cual peligro… A lo largo de nuestro tránsito amazónico-boliviano, tuvimos la oportunidad de descubrir las “líneas de la canción” de pueblos como los yaminahua, en el  río Acre, o los ese ejja, entre el Madre de Dios y el Beni. Los trazos de nuestra “canción” de viaje se escribieron también en ríos interminables, a bordo de inestables “peque-peque” mientras seres terroríficos pasaban bajo la estela de las embarcaciones, en forestas inaccesibles jamás holladas por el hombre y en veladas con tipos únicos que habían hecho de la aventura y el desafío a lo inalcanzable su auténtica razón de ser. 



 Con Cobija como primer trampolín, marchamos rumbo a occidente en busca de los yaminahua, por una trocha abierta en la selva y a bordo de la camioneta en la que nos llevó el amable alcalde de Bolpebra, don Rómulo Tejadas. Antes de llegar a Puerto Yaminahua, pasamos la noche en la cabaña levantada por don Rómulo y Helga, su esposa, en medio de la selva, rodeados de su plantación de bananos, yuca y otros frutos. Allí conocimos al sin par don Miguel Antonio Figueras, un brasileiro-boliviano de habla casi incomprensible, pero de intelecto prodigioso.

Don Miguel nos contó sobre las mil y una leyendas de la cuenca del Acre, de la “víbora” que vivía en la charca de al lado de la barraca y del ­ “mapinguarí”, un ser casi sobrenatural de dos a tres metros de alto, de fétido olor y temibles costumbres.



 El hijo de don Miguel había visto al propio mapinguarí, según nos contó, no lejos de la población de Porvenir, que habríamos de conocer en días siguientes camino de la reserva natural del Manuripi.
Con los primeros rayos del sol y tras asistir maravillados a un precioso amanecer selvático, partimos hacia Puerto Yaminahua por el mismo endemoniado camino.

Fueron los propios yaminahua quienes nos ayudaron a desatascar la camioneta, hundida de estribor en el fango del camino… ¡Y eso que estábamos en época seca!



En Puerto Yaminahua nos quedamos toda la jornada y fuimos los invitados de excepción, a pesar de nuestro desastroso aspecto, cubiertos de barro y polvo. Allí escuchamos nuevas leyendas, de chamanes, magia y portentos increíbles, mientras Gabriel hacía las delicias de los habitantes del lugar con las fotografías que les hacía y les imprimía instantáneamente. Este dichoso artefacto nos serviría para solventar desconfianzas con otras comunidades indígenas menos sociables que encontramos en nuestro viaje por el selvático norte. 



Leyendas en el Manuripi

De nuevo retornados a Cobija decidimos adentrarnos en el sur de Pando, en la Reserva Natural del río Manuripi. Resolvimos los trámites burocráticos para poder ingresar en la misma y no hicimos mucho caso a las advertencias sobre la jungla primigenia que cubre ese territorio ni de los mil y un peligros que podrían acechar a unos incautos como nosotros.  Ya avanzada la tarde llegamos en un vehículo hasta el puesto de guardabosques de San Silvestre. Pasamos la noche en la cabaña de don Julián Chao, el guarda forestal y un excelente anfitrión. En la oscuridad nos guió en las aguas negras del Manuripi en busca de caimanes. De entre los manglares nos miraban con sus ojos brillantes iluminados con nuestras linternas y, de vez en cuando, se retorcían sobre la superficie y se zambullían con gran estruendo. Gabriel grababa con su cámara, pero yo no las tenía muy conmigo y hacía lo posible por moverme lo mínimo sobre la inestable canoa… Julián nos había hablado del temible Gerónimo, un lagarto de seis metros que vivía en esas aguas y que ya había dado cuenta de incautos que, un tanto ebrios, osaron bañarse cerca de su morada.

Al día siguiente, cuando el sol aún no se había elevado entre los árboles, iniciamos la navegación, río arriba, del Manuripi, en busca del legendario lago Bay. Dos jóvenes de una estancia ribereña nos servían de guías a bordo de un maltrecho peque-peque. La salida del sol mientras navegábamos aguas arriba fue majestuosa y nos reveló un paisaje increíble. Los meandros del Manuripi y los contrastes de luces y sombras mostraban una vegetación iridiscente con los brillos de las hojas y profunda desde la propia orilla, jamás tocada por los hombres, salvo a través de las pocas sendas que en algún lugar se internaban unos metros en la jungla. Con el peque-peque y gracias a la habilidad de los conductores, sorteamos raíces y troncos de árboles caídos en el cauce de unos 30 metros de ancho del río, siempre con la sensación de que muchos ojos nos observaban desde la impenetrable foresta.



Llegamos por fin al lago Bay y el espectáculo fue grandioso. Las oscuras y densas aguas del Manuripi se volvían allí transparentes, con enormes peces nadando bajo nuestra quilla. Las orillas aparecían mucho más despejadas y las arboledas más bajas, con espacios abiertos de vez en cuando. Es en este lago paradisiaco y en las tierras que lo rodean donde ha sido avistado en varias ocasiones el mapinguarí, con su único ojo y sus garras descomunales. Con estas leyendas en mente iniciamos el retorno. El sol estaba ya muy alto y caía implacable sobre nuestras cabezas. No creo, sin embargo, que fuera una insolación la que me hizo ver algo mucho más terrorífico, por lo real que era, que el mapinguarí. Mientras bajábamos el Manuripi y tras pasar uno de los muchos recodos, una forma amarillenta se acercó paralela a nuestra barca, a un metro aproximadamente de profundidad. Creí en un principio que se trataba de una tortuga, pero su color amarillo con manchas verdes y su forma triangular pronto me sacaron de dudas. Medía unos sesenta o setenta centímetros y era una cabeza, la de una anaconda desmesurada. Los zoólogos afirman que las grandes serpientes del Amazonas no pueden medir más de ocho metros, diez a lo sumo. Los habitantes de la cuenca del mayor río del planeta se ríen de estas medidas y apreciaciones. Yo también lo hago ahora, aunque en aquellos instantes estaba aterrorizado. Ese descomunal reptil no debía medir menos de 17 o 18 metros, contando la proporción de la bestial cabeza.

De historias sobre las sicuri o anacondas bolivianas se llenó la velada de esa noche, en la que participaron don Julián y un recién llegado, Koro Miashiro, de origen japonés para más señas, y con quien pude dialogar un poco en ese endiablado idioma aprendido en mis años de Japón. Koro arribó a ese recodo del Manuripi con toda su familia (esposa y tres hijitos) a bordo de un peque-peque y después de ocho horas de navegación. Nos contó que se había visto al terrible mapinguarí en la zona de Tulapa. Aunque lo describió como un ser espantoso y devorador de personas, nosotros teníamos muchas dudas. Habíamos leído al respecto la posibilidad de que este engendro del averno amazónico sea en realidad un descendiente de un prehistórico perezoso terrestre, un perico como dicen en estas tierras, supervivientes en lugares muy espesos e impenetrables de la jungla. Otro de los habitantes de San Silvestre, don José Molina, insistió en la naturaleza agresiva y monstruosa del mapinguarí, también llamado “pataycoco”, y del que también dijo haber visto sus huellas con forma de cocos gigantescos. En Cobija, el ilustre militar retirado Carlos Torrico Pinto nos contó días después sobre ataques de anacondas e incluso de un extraño ser conocido por los indígenas como el duende, pero manifestó también sus dudas sobre el carácter agresivo del mapinguarí.



Sobre el Madre de Dios

Tras un par de días de descanso, decidimos adentrarnos en el oriente de Pando, rumbo al Madre de Dios. Cruzamos durante horas y horas, la pampa selvática del departamento y bien adentrada la tarde alcanzamos la orilla del mítico río, descrito por primera vez entre los conquistadores españoles por Juan Álvarez Maldonado, cuyas crónicas llevábamos en la mochila junto a la autobiografía del coronel Percy Harrison Fawcett, explorador de estos territorios a principios del siglo XX. Cruzamos el Madre de Dios con la sensación de estar emulando a estos aventureros, aunque con mucho más temor, dada la precariedad del estrecho peque-peque con el que salvamos el medio kilómetro de anchura que tenía el río en esa zona. La embarcación iba haciendo aguas a la par que descendía la noche, de forma que a duras penas logramos llegar, ya oscuro, a la localidad de Sena, en la embocadura del Manupare en el Madre de Dios. Respiré con gran alivio al tocar tierra: en el último recodo del río, la imagen de los aventureros españoles bajando la corriente sobre almadías había sido sustituida por el recuerdo de la gigantesca sicurí del Manuripi…



No muy lejos, en una colina sobre el río, nos esperaba el singular Arturo Malala, una mezcla de colono y emprendedor boliviano, con orígenes indios (de la India) en su sangre, y promotor del que quería ser el primer negocio de turismo sobre el Madre de Dios. Gabriel y yo fuimos los primeros en ocupar una de las dos cabañas levantadas sobre esa terraza fluvial. Malala, arquitecto de profesión y aventurero de corazón, tenía en los ojos el destello de los pioneros, en un lugar apenas pisado por los viajeros y que, con la atención debida, podría convertirse en un foco de turismo.

Al día siguiente, con Malala de piloto fluvial alcanzamos la confluencia de los ríos Manupare y Manurimi. “Es una zona de grandes anacondas y entre ellas destaca la ‘Vieja Señora’. Es muy, muy peligrosa”, nos contó el arquitecto, lo que no fue obstáculo para que sacáramos los aparejos de pesca y en una pequeña cala río arriba desembarcáramos para tentar a la suerte. Ésta no nos escuchó, pero pudimos estar orgullosos de perder varios cebos y carnazas en las fauces de las pirañas que allí merodeaban molestando nuestra faena e incluso de ver un enorme paiche, el pez gigante del Amazonas, capaz de llegar a los tres metros y zamparse de un bocado a un niño. Gabriel, Arturo y yo recordamos a Hemingway y a su  libro emblemático: El viejo y el mar, y nos imaginamos, corajudos, pescando un kilométrico paiche y trasladándolo río abajo hasta Sena mientras lo devoran pirañas, caimanes y anacondas en lugar de los tiburones del escritor.



Tras unos días en ese idílico rincón del Amazonas, pusimos rumbo hacia Riberalta. Entre los ríos Madre de Dios y Beni visitamos, entre otras comunidades indígenas, a la tribu ese ejja. Allí, las fotografías impresas de Gabriel actuaron como el mejor de los salvoconductos y pudimos charlar amigablemente con los mayores del lugar. El simpático Alexio Tirina nos contó relatos de los “duendes”, merodeadores en esas selvas en busca de niños y mujeres, a los que secuestran y de quienes no se vuelve a saber nada. Su característica: un ancho sombrero, que bien pudiera ser también un amplio tocado de plumas. Recordamos algunas historias de los primeros conquistadores españoles que recorrieron el Madre de Dios y que hablaban de pigmeos entre la densa vegetación…

Ruinas en la selva

De los españoles y de los incas que recorrieron antes que ellos el ancho cauce del Madre de Dios nos acordamos cuando llegamos a la confluencia de este río con el Beni y visitamos, tras muchas dificultades, las extrañas ruinas conocidas como “Las Piedras”.  He conocido lugares misteriosos en las estribaciones de Asia Central, en Siberia y también en América, pero como éste, pocos. Doña Rufina Ejuro Flores habita en una cabaña cercana y se erige en guardiana del lugar. Nos habló de cavernas subterráneas “que llegan hasta Cusco” y de lápidas con extrañas inscripciones dinamitadas hace décadas en un vano intento por llegar a supuestos tesoros. 



Entre tanto relato y cuento, asistimos una maravilla: comidos casi por la selva, se alzan los restos de una torre casi circular, avenidas entre terraplenes y paredes de piedras cuyo origen es desconocido. Algunos estudiosos hablan de un puesto inca avanzado, el más oriental de su expansión desde los Andes. Otros identifican las ruinas con un fuerte del misterioso Paititi, el reino amazónico aún no hallado y que pudo ser el origen de las leyendas de El Dorado. A nosotros nos llamaba más la atención esta última posibilidad y allí mismo, antes de dejar esta maravillosa tierra de Pando y entrar en Beni, nos hicimos la promesa de retornar para continuar esta búsqueda de leyendas y maravillas en el norte de Bolivia. Como decía el gran Chatwin, solvitur ambulando, todo se resuelve andando. O en peque-peque, si no hay otro remedio…