Existe otro Amazonas y
se encuentra en Bolivia, en Pando. Un Amazonas virgen, al margen de las
rutas turísticas y, sin embargo, poseedor de los mayores atractivos del
ecosistema tropical. Un Amazonas plagado de leyendas, apenas poblado,
sino por un puñado de gente forjada en la lucha contra una naturaleza
inmisericorde y dotada de una hospitalidad inmensa.
El reportaje que incluyo en este post lo publicamos Gabriel Barceló y yo en el diario boliviano La Razón, tras el viaje que realizamos en septiembre de 2013 por la Amazonía boliviana, en concreto por el departamento de Pando.
Con muy pocos medios y equipaje, entre ellos las crónicas de algunos de
los primeros exploradores de esos parajes, y con el objetivo de
descubrir una tierra mítica en el norte de Bolivia, partimos rumbo a
Cobija, la primera parada en la ruta de selva y misterio en Pando. Queríamos desbaratar esa imagen de
Bolivia, de un territorio montañoso, cuando en realidad, la mayor parte
de sus tierras se encuentra bajo el señorío de la jungla y la sabana.
Deseábamos también compartir las impresiones y conocimientos de algunas
de las comunidades indígenas que habríamos de encontrar en nuestro
camino, su manera de entender el mundo y la forma de afrontarlo, muchas
veces de la mano de un misticismo y una comprensión mágica de los que en
nuestra civilización “moderna” nos hemos olvidado. A lo largo del
camino, tuve muchas oportunidades de recordar a Bruce Chatwin y su libro
Los trazos de la canción. Viajero en otras latitudes, el escritor
describe cómo los indígenas australianos hacían uso de canciones para
recordar lugares y sus características, si había o no agua, si existía
tal o cual peligro… A lo largo de nuestro tránsito amazónico-boliviano,
tuvimos la oportunidad de descubrir las “líneas de la canción” de
pueblos como los yaminahua, en el río Acre, o los ese ejja, entre el
Madre de Dios y el Beni. Los trazos de nuestra “canción” de viaje se
escribieron también en ríos interminables, a bordo de inestables
“peque-peque” mientras seres terroríficos pasaban bajo la estela de las
embarcaciones, en forestas inaccesibles jamás holladas por el hombre y
en veladas con tipos únicos que habían hecho de la aventura y el desafío
a lo inalcanzable su auténtica razón de ser.

Con Cobija como primer trampolín, marchamos rumbo a occidente en busca
de los yaminahua, por una trocha abierta en la selva y a bordo de la
camioneta en la que nos llevó el amable alcalde de Bolpebra, don Rómulo
Tejadas. Antes de llegar a Puerto Yaminahua, pasamos la noche en la
cabaña levantada por don Rómulo y Helga, su esposa, en medio de la
selva, rodeados de su plantación de bananos, yuca y otros frutos. Allí
conocimos al sin par don Miguel Antonio Figueras, un
brasileiro-boliviano de habla casi incomprensible, pero de intelecto
prodigioso.
Don Miguel
nos contó sobre las mil y una leyendas de la cuenca del Acre, de la
“víbora” que vivía en la charca de al lado de la barraca y del
“mapinguarí”, un ser casi sobrenatural de dos a tres metros de alto, de
fétido olor y temibles costumbres.
El hijo de don Miguel había visto al propio mapinguarí, según nos
contó, no lejos de la población de Porvenir, que habríamos de conocer en
días siguientes camino de la reserva natural del Manuripi.
Con los primeros rayos del sol y tras asistir maravillados a un
precioso amanecer selvático, partimos hacia Puerto Yaminahua por el
mismo endemoniado camino.
Fueron los propios yaminahua quienes nos ayudaron a desatascar la
camioneta, hundida de estribor en el fango del camino… ¡Y eso que
estábamos en época seca!
En Puerto Yaminahua nos quedamos toda la jornada y fuimos los invitados
de excepción, a pesar de nuestro desastroso aspecto, cubiertos de barro
y polvo. Allí escuchamos nuevas leyendas, de chamanes, magia y
portentos increíbles, mientras Gabriel hacía las delicias de los
habitantes del lugar con las fotografías que les hacía y les imprimía
instantáneamente. Este dichoso artefacto nos serviría para solventar
desconfianzas con otras comunidades indígenas menos sociables que
encontramos en nuestro viaje por el selvático norte.
Leyendas en el Manuripi
De nuevo retornados a Cobija decidimos adentrarnos en el sur de Pando,
en la Reserva Natural del río Manuripi. Resolvimos los trámites
burocráticos para poder ingresar en la misma y no hicimos mucho caso a
las advertencias sobre la jungla primigenia que cubre ese territorio ni
de los mil y un peligros que podrían acechar a unos incautos como
nosotros. Ya avanzada la tarde llegamos en un vehículo hasta el puesto
de guardabosques de San Silvestre. Pasamos la noche en la cabaña de don
Julián Chao, el guarda forestal y un excelente anfitrión. En la
oscuridad nos guió en las aguas negras del Manuripi en busca de
caimanes. De entre los manglares nos miraban con sus ojos brillantes
iluminados con nuestras linternas y, de vez en cuando, se retorcían
sobre la superficie y se zambullían con gran estruendo. Gabriel grababa
con su cámara, pero yo no las tenía muy conmigo y hacía lo posible por
moverme lo mínimo sobre la inestable canoa… Julián nos había hablado del
temible Gerónimo, un lagarto de seis metros que vivía en esas aguas y
que ya había dado cuenta de incautos que, un tanto ebrios, osaron
bañarse cerca de su morada.
Al día siguiente, cuando el sol aún no se había elevado entre los
árboles, iniciamos la navegación, río arriba, del Manuripi, en busca del
legendario lago Bay. Dos jóvenes de una estancia ribereña nos servían
de guías a bordo de un maltrecho peque-peque. La salida del sol mientras
navegábamos aguas arriba fue majestuosa y nos reveló un paisaje
increíble. Los meandros del Manuripi y los contrastes de luces y sombras
mostraban una vegetación iridiscente con los brillos de las hojas y
profunda desde la propia orilla, jamás tocada por los hombres, salvo a
través de las pocas sendas que en algún lugar se internaban unos metros
en la jungla. Con el peque-peque y gracias a la habilidad de los
conductores, sorteamos raíces y troncos de árboles caídos en el cauce de
unos 30 metros de ancho del río, siempre con la sensación de que muchos
ojos nos observaban desde la impenetrable foresta.

Llegamos por fin al lago Bay y el espectáculo fue grandioso. Las
oscuras y densas aguas del Manuripi se volvían allí transparentes, con
enormes peces nadando bajo nuestra quilla. Las orillas aparecían mucho
más despejadas y las arboledas más bajas, con espacios abiertos de vez
en cuando. Es en este lago paradisiaco y en las tierras que lo rodean
donde ha sido avistado en varias ocasiones el mapinguarí, con su único
ojo y sus garras descomunales. Con estas leyendas en mente iniciamos el
retorno. El sol estaba ya muy alto y caía implacable sobre nuestras
cabezas. No creo, sin embargo, que fuera una insolación la que me hizo
ver algo mucho más terrorífico, por lo real que era, que el mapinguarí.
Mientras bajábamos el Manuripi y tras pasar uno de los muchos recodos,
una forma amarillenta se acercó paralela a nuestra barca, a un metro
aproximadamente de profundidad. Creí en un principio que se trataba de
una tortuga, pero su color amarillo con manchas verdes y su forma
triangular pronto me sacaron de dudas. Medía unos sesenta o setenta
centímetros y era una cabeza, la de una anaconda desmesurada. Los
zoólogos afirman que las grandes serpientes del Amazonas no pueden medir
más de ocho metros, diez a lo sumo. Los habitantes de la cuenca del
mayor río del planeta se ríen de estas medidas y apreciaciones. Yo
también lo hago ahora, aunque en aquellos instantes estaba aterrorizado.
Ese descomunal reptil no debía medir menos de 17 o 18 metros, contando
la proporción de la bestial cabeza.
De historias sobre las sicuri o anacondas bolivianas se llenó la velada
de esa noche, en la que participaron don Julián y un recién llegado,
Koro Miashiro, de origen japonés para más señas, y con quien pude
dialogar un poco en ese endiablado idioma aprendido en mis años de
Japón. Koro arribó a ese recodo del Manuripi con toda su familia (esposa
y tres hijitos) a bordo de un peque-peque y después de ocho horas de
navegación. Nos contó que se había visto al terrible mapinguarí en la
zona de Tulapa. Aunque lo describió como un ser espantoso y devorador de
personas, nosotros teníamos muchas dudas. Habíamos leído al respecto la
posibilidad de que este engendro del averno amazónico sea en realidad
un descendiente de un prehistórico perezoso terrestre, un perico como
dicen en estas tierras, supervivientes en lugares muy espesos e
impenetrables de la jungla. Otro de los habitantes de San Silvestre, don
José Molina, insistió en la naturaleza agresiva y monstruosa del
mapinguarí, también llamado “pataycoco”, y del que también dijo haber
visto sus huellas con forma de cocos gigantescos. En Cobija, el ilustre
militar retirado Carlos Torrico Pinto nos contó días después sobre
ataques de anacondas e incluso de un extraño ser conocido por los
indígenas como el duende, pero manifestó también sus dudas sobre el
carácter agresivo del mapinguarí.

Sobre el Madre de Dios
Tras un par de días de descanso, decidimos adentrarnos en el oriente de
Pando, rumbo al Madre de Dios. Cruzamos durante horas y horas, la pampa
selvática del departamento y bien adentrada la tarde alcanzamos la
orilla del mítico río, descrito por primera vez entre los conquistadores
españoles por Juan Álvarez Maldonado, cuyas crónicas llevábamos en la
mochila junto a la autobiografía del coronel Percy Harrison Fawcett,
explorador de estos territorios a principios del siglo XX. Cruzamos el
Madre de Dios con la sensación de estar emulando a estos aventureros,
aunque con mucho más temor, dada la precariedad del estrecho peque-peque
con el que salvamos el medio kilómetro de anchura que tenía el río en
esa zona. La embarcación iba haciendo aguas a la par que descendía la
noche, de forma que a duras penas logramos llegar, ya oscuro, a la
localidad de Sena, en la embocadura del Manupare en el Madre de Dios.
Respiré con gran alivio al tocar tierra: en el último recodo del río, la
imagen de los aventureros españoles bajando la corriente sobre almadías
había sido sustituida por el recuerdo de la gigantesca sicurí del
Manuripi…

No muy lejos,
en una colina sobre el río, nos esperaba el singular Arturo Malala, una
mezcla de colono y emprendedor boliviano, con orígenes indios (de la
India) en su sangre, y promotor del que quería ser el primer negocio de
turismo sobre el Madre de Dios. Gabriel y yo fuimos los primeros en
ocupar una de las dos cabañas levantadas sobre esa terraza fluvial.
Malala, arquitecto de profesión y aventurero de corazón, tenía en los
ojos el destello de los pioneros, en un lugar apenas pisado por los
viajeros y que, con la atención debida, podría convertirse en un foco de
turismo.
Al día
siguiente, con Malala de piloto fluvial alcanzamos la confluencia de los
ríos Manupare y Manurimi. “Es una zona de grandes anacondas y entre
ellas destaca la ‘Vieja Señora’. Es muy, muy peligrosa”, nos contó el
arquitecto, lo que no fue obstáculo para que sacáramos los aparejos de
pesca y en una pequeña cala río arriba desembarcáramos para tentar a la
suerte. Ésta no nos escuchó, pero pudimos estar orgullosos de perder
varios cebos y carnazas en las fauces de las pirañas que allí merodeaban
molestando nuestra faena e incluso de ver un enorme paiche, el pez
gigante del Amazonas, capaz de llegar a los tres metros y zamparse de un
bocado a un niño. Gabriel, Arturo y yo recordamos a Hemingway y a su
libro emblemático: El viejo y el mar, y nos imaginamos, corajudos,
pescando un kilométrico paiche y trasladándolo río abajo hasta Sena
mientras lo devoran pirañas, caimanes y anacondas en lugar de los
tiburones del escritor.

Tras unos días en ese idílico rincón del Amazonas, pusimos rumbo hacia
Riberalta. Entre los ríos Madre de Dios y Beni visitamos, entre otras
comunidades indígenas, a la tribu ese ejja. Allí, las fotografías
impresas de Gabriel actuaron como el mejor de los salvoconductos y
pudimos charlar amigablemente con los mayores del lugar. El simpático
Alexio Tirina nos contó relatos de los “duendes”, merodeadores en esas
selvas en busca de niños y mujeres, a los que secuestran y de quienes no
se vuelve a saber nada. Su característica: un ancho sombrero, que bien
pudiera ser también un amplio tocado de plumas. Recordamos algunas
historias de los primeros conquistadores españoles que recorrieron el
Madre de Dios y que hablaban de pigmeos entre la densa vegetación…
Ruinas en la selva
De los españoles y de los incas que recorrieron antes que ellos el
ancho cauce del Madre de Dios nos acordamos cuando llegamos a la
confluencia de este río con el Beni y visitamos, tras muchas
dificultades, las extrañas ruinas conocidas como “Las Piedras”. He
conocido lugares misteriosos en las estribaciones de Asia Central, en
Siberia y también en América, pero como éste, pocos. Doña Rufina Ejuro
Flores habita en una cabaña cercana y se erige en guardiana del lugar.
Nos habló de cavernas subterráneas “que llegan hasta Cusco” y de lápidas
con extrañas inscripciones dinamitadas hace décadas en un vano intento
por llegar a supuestos tesoros.

Entre tanto relato y cuento, asistimos una maravilla: comidos casi por
la selva, se alzan los restos de una torre casi circular, avenidas entre
terraplenes y paredes de piedras cuyo origen es desconocido. Algunos
estudiosos hablan de un puesto inca avanzado, el más oriental de su
expansión desde los Andes. Otros identifican las ruinas con un fuerte
del misterioso Paititi, el reino amazónico aún no hallado y que pudo ser
el origen de las leyendas de El Dorado. A nosotros nos llamaba más la
atención esta última posibilidad y allí mismo, antes de dejar esta
maravillosa tierra de Pando y entrar en Beni, nos hicimos la promesa de
retornar para continuar esta búsqueda de leyendas y maravillas en el
norte de Bolivia. Como decía el gran Chatwin, solvitur ambulando, todo
se resuelve andando. O en peque-peque, si no hay otro remedio…