miércoles, 22 de enero de 2014

El jefe de la "Tribu"



A 3.300 metros de altura se hace más fácil hablar de los muertos, quizá porque el cielo está más cerca o tal vez porque en este rincón del mundo, en el sur de La Paz, el crepúsculo de lo mítico, de lo que ya es leyenda, se funde con el ocaso del día. Así, rodeado de collados y ásperas colinas apaches, tengo un recuerdo especial para Manu Leguineche, uno de los responsables de que yo me encuentre aquí, en el techo del mundo, tras haberme pateado durante muchos años un buen trecho de éste con la búsqueda de noticias como mejor aliciente.

Estos días ando preparando las clases que en breve daré en una universidad paceña. Sobre periodismo, claro. Y estuve barajando algunos de esos nombres que no deberían faltar en esas charlas a alumnos de primer curso, muchos de ellos puede que un tanto recelosos ante una profesión cada día más desprestigiada. Kapuscinski, Reed, Caputo, Chaves Nogales, Hemingway, Talese, Dos Passos, Blasco Ibáñez, Walsh, Capa, De la Quadra-Salcedo, Vázquez Figueroa, González Green, Talón, Romero, Meneses, Reverte, Pérez Reverte, Calaf, Lobo, Sarmiento, Pancorvo... y un montón más, todos ellos reporteros legendarios para mí, la mayor parte miembros de esa gran "tribu" de la que habló el gran Leguineche para referirse al puñado de guerreros, fanáticos y beodos de la pluma y la imagen que configuraron el reporterismo internacional del siglo XX.



Hoy ha muerto el gran Manu y, mientras se ocultaba el sol entre la agrietada piel del Altiplano, mi recuerdo se ha ido a ese muchacho, apenas adolescente, que se perdía en los archivadores de la biblioteca de Pacífico, en Madrid, mientras buscaba algún libro que lo arrancara de los estudios de ingeniería en los que, involuntariamente, se hallaba enfangado. Y uno de esos libros le asestó un mazazo, le noqueó y le ayudó a tomar una muy difícil decisión que le llevaría a enfrentarse a su padre, una excelente persona que siempre quiso que su primogénito lograra el reto que él, por razones económicas, nunca pudo alcanzar: convertirse en ingeniero de telecomunicaciones, algo casi impensable para muchos jóvenes obreros de los años cincuenta y sesenta.




El libro, en una sobada edición de Argos Vergara, era "El camino más corto" (1978), en el que Leguineche narraba una vuelta al mundo casi mágica, con medios precarios y con mucha pasión, pero sobre todo con ese espíritu de observador que jamás dejaría al que fue el jefe de esa tribu y uno de los grandes protagonistas del reporterismo de conflictos español. Con la pluma de Leguineche conocí la que fue la última gran guerra de ese oficio de reportero, la de Vietnam, e intuí la decadencia de ese mismo oficio en las muchas que siguieron. Aún así, fue suficiente para cargarme de ese amor a la profesión que me llevó, en aquella antediluviana primavera de 1985 a dejar sin terminar el primer curso de ingeniero técnico de telecomunicaciones, defraudar a mi señor padre y lanzarme a la aventura del periodismo, ardua senda preñada de sinsabores, pero también cargada con todo lo mejor que me ha traído esta vida. Aventura que me ha permitido conocer a las personas más importantes para mí en ese camino y también a las más miserables, cuyos nombres, vaya por Dios, ya casi he olvidado.



Años después seguí los pasos de Manu en lugares cercanos y en otros más remotos, y me regocijé en la vida de algunos de los grandes tipos que plasmó en papel, como el insuperable explorador Wilfred Thesiger. Hace unas semanas, gracias a la amabilidad del gran periodista boliviano "Gato" Salazar, por fin pude leer "El precio del paraíso", en el que el periodista y escritor relataba la historia de Antonio García Barón, un épico personaje que sobrevivió al campo de concentración de Mauthausen y acabó en las selvas de la Amazonía boliviana.




García Barón falleció hace pocos años y ya no podré buscarle en ese afluente del río Beni en el que creó su propia república. Sin embargo, estoy seguro de que podría encontrar su leyenda en alguna de las comunidades indígenas con las que vivió sus últimos años. Quizá en esas frondas del Quiquibey pueda encontrar también los trazos míticos de Leguineche, el jefe de la tribu. Si no, lo buscaré, otro día de estos, tomando un güiscacho mientras resguarda su timidez bajo un elegante sombrero panamá, en uno de los ajados sillones de su Hotel Nirvana, donde quiera que este mítico lugar se encuentre. 


(Crédito foto: Paula Montávez)

miércoles, 1 de enero de 2014

En busca de los mitos de la Amazonía boliviana





Existe otro Amazonas y se encuentra en Bolivia, en Pando. Un Amazonas virgen, al margen de las rutas turísticas y, sin embargo, poseedor de los mayores atractivos del ecosistema tropical. Un Amazonas plagado de leyendas, apenas poblado, sino por un puñado de gente forjada en la lucha contra una naturaleza inmisericorde y dotada de una hospitalidad inmensa.

El reportaje que incluyo en este post lo publicamos Gabriel Barceló y yo en el diario boliviano La Razón, tras el viaje que realizamos en septiembre de 2013 por la Amazonía boliviana, en concreto por el departamento de Pando.

Con muy pocos medios y equipaje, entre ellos las crónicas de algunos de los primeros exploradores de esos parajes, y con el objetivo de descubrir una tierra mítica en el norte de Bolivia, partimos rumbo a Cobija, la primera parada en la ruta de selva y misterio en Pando. Queríamos desbaratar esa imagen de Bolivia, de un territorio montañoso, cuando en realidad, la mayor parte de sus tierras se encuentra bajo el señorío de la jungla y la sabana. 

  Deseábamos también compartir las impresiones y conocimientos de algunas de las comunidades indígenas que habríamos de encontrar en nuestro camino, su manera de entender el mundo y la forma de afrontarlo, muchas veces de la mano de un misticismo y una comprensión mágica de los que en nuestra civilización “moderna” nos hemos olvidado. A lo largo del camino, tuve muchas oportunidades de recordar a Bruce Chatwin y su libro Los trazos de la canción. Viajero en otras latitudes, el escritor describe cómo los indígenas australianos hacían uso de canciones para recordar lugares y sus características, si había o no agua, si existía tal o cual peligro… A lo largo de nuestro tránsito amazónico-boliviano, tuvimos la oportunidad de descubrir las “líneas de la canción” de pueblos como los yaminahua, en el  río Acre, o los ese ejja, entre el Madre de Dios y el Beni. Los trazos de nuestra “canción” de viaje se escribieron también en ríos interminables, a bordo de inestables “peque-peque” mientras seres terroríficos pasaban bajo la estela de las embarcaciones, en forestas inaccesibles jamás holladas por el hombre y en veladas con tipos únicos que habían hecho de la aventura y el desafío a lo inalcanzable su auténtica razón de ser. 



 Con Cobija como primer trampolín, marchamos rumbo a occidente en busca de los yaminahua, por una trocha abierta en la selva y a bordo de la camioneta en la que nos llevó el amable alcalde de Bolpebra, don Rómulo Tejadas. Antes de llegar a Puerto Yaminahua, pasamos la noche en la cabaña levantada por don Rómulo y Helga, su esposa, en medio de la selva, rodeados de su plantación de bananos, yuca y otros frutos. Allí conocimos al sin par don Miguel Antonio Figueras, un brasileiro-boliviano de habla casi incomprensible, pero de intelecto prodigioso.

Don Miguel nos contó sobre las mil y una leyendas de la cuenca del Acre, de la “víbora” que vivía en la charca de al lado de la barraca y del ­ “mapinguarí”, un ser casi sobrenatural de dos a tres metros de alto, de fétido olor y temibles costumbres.



 El hijo de don Miguel había visto al propio mapinguarí, según nos contó, no lejos de la población de Porvenir, que habríamos de conocer en días siguientes camino de la reserva natural del Manuripi.
Con los primeros rayos del sol y tras asistir maravillados a un precioso amanecer selvático, partimos hacia Puerto Yaminahua por el mismo endemoniado camino.

Fueron los propios yaminahua quienes nos ayudaron a desatascar la camioneta, hundida de estribor en el fango del camino… ¡Y eso que estábamos en época seca!



En Puerto Yaminahua nos quedamos toda la jornada y fuimos los invitados de excepción, a pesar de nuestro desastroso aspecto, cubiertos de barro y polvo. Allí escuchamos nuevas leyendas, de chamanes, magia y portentos increíbles, mientras Gabriel hacía las delicias de los habitantes del lugar con las fotografías que les hacía y les imprimía instantáneamente. Este dichoso artefacto nos serviría para solventar desconfianzas con otras comunidades indígenas menos sociables que encontramos en nuestro viaje por el selvático norte. 



Leyendas en el Manuripi

De nuevo retornados a Cobija decidimos adentrarnos en el sur de Pando, en la Reserva Natural del río Manuripi. Resolvimos los trámites burocráticos para poder ingresar en la misma y no hicimos mucho caso a las advertencias sobre la jungla primigenia que cubre ese territorio ni de los mil y un peligros que podrían acechar a unos incautos como nosotros.  Ya avanzada la tarde llegamos en un vehículo hasta el puesto de guardabosques de San Silvestre. Pasamos la noche en la cabaña de don Julián Chao, el guarda forestal y un excelente anfitrión. En la oscuridad nos guió en las aguas negras del Manuripi en busca de caimanes. De entre los manglares nos miraban con sus ojos brillantes iluminados con nuestras linternas y, de vez en cuando, se retorcían sobre la superficie y se zambullían con gran estruendo. Gabriel grababa con su cámara, pero yo no las tenía muy conmigo y hacía lo posible por moverme lo mínimo sobre la inestable canoa… Julián nos había hablado del temible Gerónimo, un lagarto de seis metros que vivía en esas aguas y que ya había dado cuenta de incautos que, un tanto ebrios, osaron bañarse cerca de su morada.

Al día siguiente, cuando el sol aún no se había elevado entre los árboles, iniciamos la navegación, río arriba, del Manuripi, en busca del legendario lago Bay. Dos jóvenes de una estancia ribereña nos servían de guías a bordo de un maltrecho peque-peque. La salida del sol mientras navegábamos aguas arriba fue majestuosa y nos reveló un paisaje increíble. Los meandros del Manuripi y los contrastes de luces y sombras mostraban una vegetación iridiscente con los brillos de las hojas y profunda desde la propia orilla, jamás tocada por los hombres, salvo a través de las pocas sendas que en algún lugar se internaban unos metros en la jungla. Con el peque-peque y gracias a la habilidad de los conductores, sorteamos raíces y troncos de árboles caídos en el cauce de unos 30 metros de ancho del río, siempre con la sensación de que muchos ojos nos observaban desde la impenetrable foresta.



Llegamos por fin al lago Bay y el espectáculo fue grandioso. Las oscuras y densas aguas del Manuripi se volvían allí transparentes, con enormes peces nadando bajo nuestra quilla. Las orillas aparecían mucho más despejadas y las arboledas más bajas, con espacios abiertos de vez en cuando. Es en este lago paradisiaco y en las tierras que lo rodean donde ha sido avistado en varias ocasiones el mapinguarí, con su único ojo y sus garras descomunales. Con estas leyendas en mente iniciamos el retorno. El sol estaba ya muy alto y caía implacable sobre nuestras cabezas. No creo, sin embargo, que fuera una insolación la que me hizo ver algo mucho más terrorífico, por lo real que era, que el mapinguarí. Mientras bajábamos el Manuripi y tras pasar uno de los muchos recodos, una forma amarillenta se acercó paralela a nuestra barca, a un metro aproximadamente de profundidad. Creí en un principio que se trataba de una tortuga, pero su color amarillo con manchas verdes y su forma triangular pronto me sacaron de dudas. Medía unos sesenta o setenta centímetros y era una cabeza, la de una anaconda desmesurada. Los zoólogos afirman que las grandes serpientes del Amazonas no pueden medir más de ocho metros, diez a lo sumo. Los habitantes de la cuenca del mayor río del planeta se ríen de estas medidas y apreciaciones. Yo también lo hago ahora, aunque en aquellos instantes estaba aterrorizado. Ese descomunal reptil no debía medir menos de 17 o 18 metros, contando la proporción de la bestial cabeza.

De historias sobre las sicuri o anacondas bolivianas se llenó la velada de esa noche, en la que participaron don Julián y un recién llegado, Koro Miashiro, de origen japonés para más señas, y con quien pude dialogar un poco en ese endiablado idioma aprendido en mis años de Japón. Koro arribó a ese recodo del Manuripi con toda su familia (esposa y tres hijitos) a bordo de un peque-peque y después de ocho horas de navegación. Nos contó que se había visto al terrible mapinguarí en la zona de Tulapa. Aunque lo describió como un ser espantoso y devorador de personas, nosotros teníamos muchas dudas. Habíamos leído al respecto la posibilidad de que este engendro del averno amazónico sea en realidad un descendiente de un prehistórico perezoso terrestre, un perico como dicen en estas tierras, supervivientes en lugares muy espesos e impenetrables de la jungla. Otro de los habitantes de San Silvestre, don José Molina, insistió en la naturaleza agresiva y monstruosa del mapinguarí, también llamado “pataycoco”, y del que también dijo haber visto sus huellas con forma de cocos gigantescos. En Cobija, el ilustre militar retirado Carlos Torrico Pinto nos contó días después sobre ataques de anacondas e incluso de un extraño ser conocido por los indígenas como el duende, pero manifestó también sus dudas sobre el carácter agresivo del mapinguarí.



Sobre el Madre de Dios

Tras un par de días de descanso, decidimos adentrarnos en el oriente de Pando, rumbo al Madre de Dios. Cruzamos durante horas y horas, la pampa selvática del departamento y bien adentrada la tarde alcanzamos la orilla del mítico río, descrito por primera vez entre los conquistadores españoles por Juan Álvarez Maldonado, cuyas crónicas llevábamos en la mochila junto a la autobiografía del coronel Percy Harrison Fawcett, explorador de estos territorios a principios del siglo XX. Cruzamos el Madre de Dios con la sensación de estar emulando a estos aventureros, aunque con mucho más temor, dada la precariedad del estrecho peque-peque con el que salvamos el medio kilómetro de anchura que tenía el río en esa zona. La embarcación iba haciendo aguas a la par que descendía la noche, de forma que a duras penas logramos llegar, ya oscuro, a la localidad de Sena, en la embocadura del Manupare en el Madre de Dios. Respiré con gran alivio al tocar tierra: en el último recodo del río, la imagen de los aventureros españoles bajando la corriente sobre almadías había sido sustituida por el recuerdo de la gigantesca sicurí del Manuripi…



No muy lejos, en una colina sobre el río, nos esperaba el singular Arturo Malala, una mezcla de colono y emprendedor boliviano, con orígenes indios (de la India) en su sangre, y promotor del que quería ser el primer negocio de turismo sobre el Madre de Dios. Gabriel y yo fuimos los primeros en ocupar una de las dos cabañas levantadas sobre esa terraza fluvial. Malala, arquitecto de profesión y aventurero de corazón, tenía en los ojos el destello de los pioneros, en un lugar apenas pisado por los viajeros y que, con la atención debida, podría convertirse en un foco de turismo.

Al día siguiente, con Malala de piloto fluvial alcanzamos la confluencia de los ríos Manupare y Manurimi. “Es una zona de grandes anacondas y entre ellas destaca la ‘Vieja Señora’. Es muy, muy peligrosa”, nos contó el arquitecto, lo que no fue obstáculo para que sacáramos los aparejos de pesca y en una pequeña cala río arriba desembarcáramos para tentar a la suerte. Ésta no nos escuchó, pero pudimos estar orgullosos de perder varios cebos y carnazas en las fauces de las pirañas que allí merodeaban molestando nuestra faena e incluso de ver un enorme paiche, el pez gigante del Amazonas, capaz de llegar a los tres metros y zamparse de un bocado a un niño. Gabriel, Arturo y yo recordamos a Hemingway y a su  libro emblemático: El viejo y el mar, y nos imaginamos, corajudos, pescando un kilométrico paiche y trasladándolo río abajo hasta Sena mientras lo devoran pirañas, caimanes y anacondas en lugar de los tiburones del escritor.



Tras unos días en ese idílico rincón del Amazonas, pusimos rumbo hacia Riberalta. Entre los ríos Madre de Dios y Beni visitamos, entre otras comunidades indígenas, a la tribu ese ejja. Allí, las fotografías impresas de Gabriel actuaron como el mejor de los salvoconductos y pudimos charlar amigablemente con los mayores del lugar. El simpático Alexio Tirina nos contó relatos de los “duendes”, merodeadores en esas selvas en busca de niños y mujeres, a los que secuestran y de quienes no se vuelve a saber nada. Su característica: un ancho sombrero, que bien pudiera ser también un amplio tocado de plumas. Recordamos algunas historias de los primeros conquistadores españoles que recorrieron el Madre de Dios y que hablaban de pigmeos entre la densa vegetación…

Ruinas en la selva

De los españoles y de los incas que recorrieron antes que ellos el ancho cauce del Madre de Dios nos acordamos cuando llegamos a la confluencia de este río con el Beni y visitamos, tras muchas dificultades, las extrañas ruinas conocidas como “Las Piedras”.  He conocido lugares misteriosos en las estribaciones de Asia Central, en Siberia y también en América, pero como éste, pocos. Doña Rufina Ejuro Flores habita en una cabaña cercana y se erige en guardiana del lugar. Nos habló de cavernas subterráneas “que llegan hasta Cusco” y de lápidas con extrañas inscripciones dinamitadas hace décadas en un vano intento por llegar a supuestos tesoros. 



Entre tanto relato y cuento, asistimos una maravilla: comidos casi por la selva, se alzan los restos de una torre casi circular, avenidas entre terraplenes y paredes de piedras cuyo origen es desconocido. Algunos estudiosos hablan de un puesto inca avanzado, el más oriental de su expansión desde los Andes. Otros identifican las ruinas con un fuerte del misterioso Paititi, el reino amazónico aún no hallado y que pudo ser el origen de las leyendas de El Dorado. A nosotros nos llamaba más la atención esta última posibilidad y allí mismo, antes de dejar esta maravillosa tierra de Pando y entrar en Beni, nos hicimos la promesa de retornar para continuar esta búsqueda de leyendas y maravillas en el norte de Bolivia. Como decía el gran Chatwin, solvitur ambulando, todo se resuelve andando. O en peque-peque, si no hay otro remedio…